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ble de unas cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar allí me
convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo preferís, señorita, si sentís
alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os daré mi apellido.
Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero tampoco me convenía
aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi
delicadeza, y me urgió con mayor insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo
se me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás! ¡Era preciso que
ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme tormentos!
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Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos a bajar para dis-
frutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear,
cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos
vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está
tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos allí, y que,
siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así
que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro
en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo desaparecidos. Me
aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era la
autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar
gente, se había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si hubiera
conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir a la que robaba
su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el
accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero ¿cabía imaginar que
fueran otras?
Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta negativa, me cuentan la
causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente,
asegura; prohibe expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se apresura a
darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo? ¿Podía no llorar amargamente la
muerte de un hombre que se había ofrecido tan generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de
deplorar un robo que me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!», exclamé;
«si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que los aborrezcamos, y las personas
honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en tanto que parte lesionada, y la Dubois, que sólo veía su dicha
y su interés en lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclusiones.
Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois, tanto lo que habían urdido contra su
amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las
desgracias de Dubreuil y censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso tan
pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos que aquel monstruo, que sólo
necesitaba cuatro horas para ponerse en país seguro, llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para
hacerla perseguir; que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente comprometido en
la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia, acabaría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que
sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me
asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor S***, mi protector. El amigo de
Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que si toda esta aventura se desvelaba, las declaraciones que se
vería obligado a hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precauciones, tanto a causa de mi
intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo; que me aconsejaba, por consiguiente, a
partir de ahí, que me fuera inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría
en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en todo lo que acababa de
ocurrir.
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que estaba tan convencido
de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la
recomendación hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en el
momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para que yo contara con ella; con
lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a Valbois.
  Me gustaría   me dijo  que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones favorables para
vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien
debía el consejo de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a
limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis sufrido por él me decidirían, si
pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita, pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada,
estoy obligado a rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que me ciña al
único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante
de Chalon  sur  Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la
reclaman algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand   continuó Valbois, llevándome hacia
esta mujer  , ésta es la joven de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma
insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posibles para
encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento y educación; para que hasta
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entonces no le suponga ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós,
señorita   prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme  ; la señora Bertrand parte mañana al
despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez
tenga la satisfacción de volveros a ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar lágrimas. Los buenos
tratos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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