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gran parte de lo que estaba sucediendo.
En un lampo, a doña Juana le pareció volver a ver a Inmaculada de niña, cuando en el prado de su
castillo jugaba al caballito con sus primos. Pero no era así. La Marquesa se acercó con cautela, y a
Manetto, que fue quien la vio primero, se le desencajaron los ojos y la boca, logrando tan sólo balbucear:
-Tu... tu madre.
Con ambas manos trató de quitarse de encima a la muchacha, que demasiado concentrada en su papel,
no se había dado cuenta de la embarazosa presencia. Siguió agitándose hasta que un tremendo revés de la
madre la descabalgó haciéndola caer al suelo. Manetto se encontró tendido sobre el banco con su aún bien
tiesa virilidad, que Juana observó con horror todavía brillante por los humores de su hija. Esa visión, más
que ninguna otra, hirió su más profunda intimidad. Se abalanzó sobre la muchacha, que sentada aún en el
suelo con las piernas abiertas y enfundadas en calzas blancas, como una gran muñeca, se sujetaba la
mejilla dolorida con una mano.
Las dos mujeres se agarraron por los pelos, aullando.
-¡Puta! ¡Ramera! ¡Ramera! -gritaba la madre-. ¡Lo haces con mi hombre y quién sabe desde hace
cuánto tiempo! ¡Eres peor que las putas del puerto de Sevilla!
Inmaculada se recuperó y también comenzó a chillar.
-Eras tú quien, sin ningún recato y en todo momento, iba con mi hombre, un hombre más joven que tú,
a quien obligabas a amarte sin tregua. ¿Crees que Manetto no me lo ha dicho?
-No es verdad, me amaba, y tú, que eres una puerca como tu padre, has intentado quitármelo por todos
los medios. ¡Eres una putita de poca monta!
-Deja en paz a mi padre y piensa en tu edad, ¿acaso creías que mi hombre prefería una vieja como tú a
mi juventud?
Manetto, en tanto, vio recargarse rápidamente su jactanciosa virilidad. Tuvo tiempo suficiente para
ponerse en pie, arreglarse, meter todo en la bragueta y cerrarla. Tras recoger el jubón y su barreta
emplumada, contempló inquieto, pero también con cierto orgullo, a las dos hermosas mujeres, que en el
suelo, andaban a las greñas por él. Se acercó y, tratando de alardear con un tono paternalmente autoritario,
terció:
-Venga, no seáis bobas. No me parece oportuno comportarse de esta manera, queridísimas señoras,
¡además en presencia de tantos nobles señores! -Y con aire condescendiente intentó aferrar con las manos
a ambas rivales para hacerlas levantar. Si las hubiera metido en un nido de víboras habría sido mejor. De
pronto las dos mujeres se callaron y lo observaron mudas, como si lo vieran por primera vez. Después se
miraron una a otra, se pusieron en pie y, como si hubieran firmado un acuerdo, se lanzaron sobre él para
arañarle y morderle donde podían. La reacción del joven no fue inmediata. A las dos furias les dio tiempo
de hacerle sangre en la cara y las manos y de arrancarle las vistosas cintas y ornamentos del traje, antes de
que Manetto se percatara de que debía encontrar una solución. La halló dándose a una apresurada fuga
que, como él mismo tuvo ocasión de admitir después, había sido un tanto tardía y no demasiado digna.
Mientras se alejaba veloz, trató de asegurarse de que no le seguían, pero con gran estupor vio que
madre e hija no se habían movido, es más, se habían quedado sollozando abrazadas. La escena lo
tranquilizó bastante, pero no consideró apropiado volver a sentarse en su sitio, por lo que fue a curarse las
heridas con vinagre en un rincón apartado de la sala.
A pesar del dolor que el líquido le producía sobre los arañazos y las mordeduras, intentaba no perder la
razón, mientras miraba hacia la dirección por donde temía pudieran venir las dos mujeres. Deseaba con
todas sus fuerzas evitar nuevos encuentros.
Pero ¿qué mal les he hecho a esas dos locas?, se preguntaba. Quizá la madre tenía algún motivo para
enfurecerse, ¡pero la hija no! ¡Estaba perfectamente al corriente de la situación! ¿Acaso la he seducido
yo? Son ellas las que me han explotado y exprimido hasta el límite. Hace ya tiempo que yo no podía más.
¿Por qué se han vuelto las dos contra mí ahora? No consigo hacerme cargo. ¿Quién sabe lo que les pasa
por la cabeza a esas dos chifladas?
Quizá su error estaba precisamente en tratar de encontrar una lógica donde no había nada lógico.
Nunca comprenderé a las mujeres, se decía, y puesto que era un joven sagaz, se dio cuenta de que no
había hecho una reflexión demasiado original y de que quizá los hombres también fueran difíciles de
entender en algunos trances. Para consolarse trató de pensar que, al menos, la pesadilla había terminado.
¡Pero qué deliciosa pesadilla!, pensó inmediatamente después.
La Marquesa y su joven hija volvieron silenciosas a su mesa. Inmaculada tenía la cabeza apoyada en el
hombro de su madre y de tanto en tanto se sacudía por los sollozos. Doña Juana, con el rostro impasible y
su busto más erguido de lo habitual, mantenía la mirada fija al frente. Algunas lágrimas resbalaban por su
rostro sin que parpadeara siquiera. Sólo un temblor del mentón traicionaba su angustia. Para ella suponía
no sólo el epílogo de un amor, sino también el de la ilusión de ser aún joven.
Para Inmaculada era distinto. Estaba muy abatida por el desenlace del asunto, pero ahora sabía que era
una mujer.
A la sala principal estaban llegando en triunfo tartas blancas dulces y de almendras, además de quesos
variados. Mientras tanto, Taccone entonaba ya los últimos versos del tercer servicio:
Di sangue di costumi a di persona
non trova par a lei ve inchoarete.
Dite el n(ost)ro dio questo vi dona [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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